“Es imposible explicar la sensación que uno tiene antes de una final de un Mundial, cuando todo lo que alguna vez soñaste se te pasa por delante de tus ojos”. Ángel Di María lo contó en uno de los más sentidos textos que alguna vez se hayan leído en The Player’s Tribune. Estaba al borde de disputar la final de la Copa del Mundo Brasil 2014. Una instancia a la que la gran mayoría de los futbolistas jamás llega. Una instancia a la que él no sabía si iba a volver alguna vez. Una instancia que, después de 120 minutos, se convirtió en derrota sin jugar. Una instancia con la que se reencontró ocho años más tarde para la redención definitiva. Ángel Di María, ídolo ahora y para siempre de la Selección Argentina, se elevó al cielo de los campeones del mundo.

Ángel Di María será ejemplo de resiliencia por los siglos de los siglos. Es el que sufrió críticas por todos lados. Es el que padeció lesiones por todo su cuerpo. Tantas críticas, tantas lesiones, que casi no se pudo defender de las balas. Tantas críticas, tantas lesiones que hubieran erosionado la voluntad de cualquier mortal. No la suya.

Un tirón en el recto anterior del muslo derecho contra Bélgica, en aquellos cuartos de final de 2014. 

Desgarros. Tantos, que hasta se pierde la cuenta. Microrroturas fibrilares. Fisuras. Distensiones. 

Y críticas. Muchas. Crueles. Como si fuera su culpa el haberse lesionado. Como si no le doliera a él más que a nadie el perderse los partidos, “el” partido.

No hay, no ha habido, en su caso, tratamientos mágicos. Le ha seguido pasando. Le seguirá pasando. Es algo que lo acompaña, que viene en el combo. “Injury prone”, dirían los reporteros de la NBA. “Propenso a lesiones”. Tómelo o déjelo. Pero sepa que si le dice que no a este jugador se estará perdiendo a un Ángel con alas de Ave Fénix.

Que puede sufrir algún problema físico, pero que cuando esté pleno, se convertirá en un as de bastos para ese as de espadas que es Lionel Messi (o que era Cristiano Ronaldo en el Real Madrid), que desequilibrará como nadie cuando los ojos estén puestos en otro lado, que con velocidad, habilidad y trancos largos será capaz también de definir como el otro Ronaldo, como Rivaldo, como el Burrito Ortega, como Romario, como el mejor en el que usted pueda pensar. Con delicadeza, con la jerarquía que solo tienen los elegidos. 

Y entonces, sepa que si le dijo que no, se habrá perdido de ese jugador que decantará las finales más importantes para su lado: véalo con la definición contra Nigeria que valió un oro olímpico; véalo con esa caricia a la pelota que derrumbó al Maracaná en la Copa América; véalo con ese toque sutil ante Italia, en Wembley, para ganar la Copa de Campeones UEFA-Conmebol; véalo con ese toque que empezó a sentenciar la final del Mundial contra el campeón mundial. 

Si no lo tuvo con usted para entonces será muy tarde. Si no lo tuvo de su lado, seguramente lo lamentará.

“¡De chiquito yo era un hijo de puta! No es que en verdad fuera malo, es sólo que tenía demasiada energía. (…) A veces, ser un quilombero tiene sus beneficios. Mi vieja (…) me había llevado al pediatra cuando tenía 4 años, y le dijo: ‘Doctor, no para un segundo de correr. ¿Qué puedo hacer?’. Y como era un buen médico argentino, obviamente le contestó: ‘¿Qué puede hacer? Fútbol’.

30 años más tarde, ese nene al que el médico le recomendó jugar a la pelota por no parar de correr es campeón del mundo, es el primer argentino en marcar en una final de Copa América y en una de Mundial. El doctor no es Bilardo, pero ya sería hora de ir agradeciéndole por aquella sugerencia.

Y a él, al Ángel con alas de Ave Fénix, es hora de pedirle perdón, una vez más, y de volverle a agradecer por no haber dejado de intentar jamás. En el Maracaná rompió la pared con la cabeza. Ahora abrió las puertas del cielo.

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